«Busco un apartamento con 2 o 3 habitaciones, exterior y con terraza o patio». El confinamiento en esta época de crisis sanitaria nos ha llevado a muchas personas, quizá a casi todas, a pensar con más frecuencia en cómo mejorar nuestra casa actual. Casas y coronavirus suman la idea de que el hogar es el bien más valioso. Los precios, la calidad y tipo de viviendas que ofrece la ciudad en la que se vive, son todos condicionantes antes de elegir el hogar, el espacio más importante de nuestras vidas.
Las epidemias han contribuido históricamente a definir las ciudades. En el siglo XIX, el pensamiento higienista quiso intervenir en la forma urbana, que se estaba densificando aceleradamente. Los avances en medicina identificaron las conexiones entre salubridad y salud. Icónico fue el mapa del cólera del médico John Snow. Este londinense mapeó las personas enfermas en el barrio del Soho en Londres en el año 1854, así como las fuentes de agua. De esta manera, descubrió la relación entre el agua contaminada y la enfermedad.
Con la población hacinada, el aire contaminado por la industria, y la falta de saneamiento, sumado, muchas veces, a una forma urbana compleja de herencia medieval, el tema de la higiene tomaba protagonismo. Así ocurría en Barcelona, hoy probablemente una de las ciudades más atractivas del mundo, en parte por su calidad urbana. A principios del XIX, Barcelona se encontraba contenida dentro de unas viejas murallas. La tensión política era importante, ejemplo de ella fueron los enfrentamiento entre el poder local y el estatal que terminaron con el bombardeo de la ciudad en 1842. Mientras, la expansión urbana acuciaba, y tras una serie de intentos fallidos, el Gobierno de Madrid encargó al ingeniero de caminos Ildefons Cerdá un plan para la ampliación de Barcelona.
Cerdá, que inició su formación como arquitecto en Barcelona pero siguió como ingeniero en Madrid, comenzó con un criterio clásico para definir la nueva ciudad. Se trataba del plan hipodámico, la estructura en cuadrícula. Esta retícula proporcionaba una base general abierta y no jerárquica, donde todos los estamentos sociales se disponían por igual, además de que permitía urbanizar un área de 1.100 hectáreas. La retícula estaba definida por unas manzanas cuadradas de 113 metros de lado, una dimensión generosa y ambiciosa para la época. En ellas, inicialmente, los bloques sólo se construirían en dos o tres de los lados, tomando una variedad de posiciones. Se generaban unos enormes patios en el interior que proveían de luz y aire a todas las viviendas por igual. La inclusión del chaflán en los cruces de calles daría más amplitud todavía. Las calles, en las que Cerdá previó la instalación de un tranvía central, tenían 20, 30 y 60 metros de anchura. Su dimensión fue asombrosamente anticipatoria.
La preocupación de Cerdá por la movilidad y por la inclusión de espacios abiertos y ajardinados dio a la ciudad de Barcelona una trama urbana ejemplar. Cerdá había investigado las condiciones de vida de los habitantes de Barcelona intramuros, y lo reflejó en su Monografía de la clase obrera de 1856. Influido por socialistas utópicos como el filósofo Étienne Cabet, creía en las posibilidades de las infraestructuras urbanas para mejorar la calidad de vida de la población. Así, participó en el inicio de la inclusión de la sociología en el urbanismo.
En el Eixample, los arquitectos catalanes construyeron muchos de los edificios que mostraron el modernismo de la ciudad condal y la vida burguesa del momento. Por razones en parte especulativas, el plan de Cerdá quedó progresivamente desvirtuado al mostrar finalmente los cuatro lados de la manzana construidos, y colmatarse en parte, o incluso de forma total, los patios de manzana. No obstante, las dimensiones generales propuestas por el ingeniero permitieron generar un nuevo tipo de vivienda. Se trataba de una vivienda de más de 200 metros cuadrados que daba a fachada, pero también, daba al enorme interior de la manzana mediante una galería cerrada o una terraza abierta.
La ciudad, sumó buen urbanismo y buena arquitectura y el Eixample, mucho menos verde de lo que debiera haber sido, se ha convertido de todas maneras en la imagen característica de Barcelona. Por supuesto, no se trata de un proyecto perfecto. Ya hemos hablado de cierta excesiva colmatación a través del cierre de todas las manzanas. El reto es quizá la gestión de la movilidad motorizada en este distrito. El ruido y la contaminación amenazan la calidad de vida. Por ello son necesarios planteamientos que jerarquicen el tráfico, y hagan eficaces y deseables movilidades más sostenibles. Por otro lado, el turismo masivo complica la vida de la gente local y eleva los precios de las viviendas. Con ello, se dificulta el acceso a las buenas viviendas.
Frente a los urbanismos de Cerdá, o de su homólogo Haussmann, que derribó y reconstruyó París, el siglo XX vio propuestas de muy distinta forma urbana. Desde el Plan Voisin de Le Corbusier a las viviendas suburbanas americanas, la arquitectura propuesta se caracterizó por núcleos habitados (ya fueran viviendas colectivas o privadas), con una parcela de disfrute privado a su alrededor, a las que se llegaba en coche. Como ya señaló Beatriz Colomina en su recientemente publicado libro X-Ray Architecture, Le Corbusier hizo constantes referencias a la cuestión de la salud en sus textos. En La ville radiuse de 1935 insertó textos médicos junto a sus proyectos. El arquitecto suizo defendía el derribo de la ciudad existente para la construcción de nuevos bloques de vivienda en cuyas azoteas se practicara ejercicio. Y aunque, como señala Colomina, edificios como los sanatorios para tuberculosos de los años 30 sirvieron para practicar la incipiente modernidad, a veces los resultados no fueron las mejores. Sería el caso de ciudades como Nueva York, donde el funcionario público Robert Moses construyó centenares de viviendas colectivas para las capas más bajas de la sociedad, los projects.
Situaciones como la actual, donde casas y corona virus se mezclan, apremian por tener en nuestras viviendas luz, aire, espacios verdes y (ya para cuando salgamos de la cuarentena), una adecuada movilidad. Sin embargo, frente al proyecto de tábula rasa de Le Corbusier, hay que hablar de la escritora y teórica estadounidense Jane Jacobs. La mezcla de usos, los espacios colectivos y la interacción local, son ejes fundamentales de la vida en común, que estamos deseando recuperar. También sirven para armar comunidades unidas, responsables y más respetuosas con el medio ambiente.
Es quizá el concepto de ruralizar la ciudad aquel que podría resumir muchas de nuestras necesidades. Los espacios domésticos deben ser suficientemente dimensionados, recuperando el valor de la compartimentación, fija o móvil, para favorecer la multifuncionalidad de la vivienda y la posibilidad de que en ella se den situaciones diversas y distintas a lo largo del día o el año. Debe olvidarse el paradigma moderno de la vivienda mínima, que antepone el equipamiento técnico (las máquinas del hogar) al espacio. Los hogares deben ser dignos y deben respetar y hacer posibles las formas de vida de las personas que viven en ellas. Además, idealmente, las viviendas deberían disponer de un espacio accesible al exterior, terrazas, patios, balcones. Y si no fuera posible (no estaremos para siempre confinados), sí, seguro, suficiente iluminación. La sustitución de los balcones por ventanas fue uno de los grandes errores recientes.
Pero además, los edificios, manzanas, calles, no pueden olvidar los espacios colectivos: patios de manzana, anchas aceras, plazas, esto que planteó Cerdá y que Jacobs defendió con uñas y dientes. La movilidad debe formar parte del planeamiento urbano, favoreciendo el desplazamiento a pie y en bicicleta, más seguros y sostenibles. Los urbanismos más accesibles de las ciudades intermedias, a su vez menos favorables a la extensión de las epidemias, quizás nos pueden dar alguna pista. Puesto que una vivienda luminosa, amplia y agradable es fundamental para la vida.
La imagen de portada ha sido realizada por Therence Faircloth.
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